Creado en el año 1911 como concurso de elegancia, se ha convertido últimamente en la manifestación más importante de un nuevo género de competición • La organización y las repercusiones comerciales • Aportación técnica al sector del automóvil en los momentos actuales
Desde sus primeras manifestaciones, el deporte automovilístico es aprovechado con fines publicitarios. Cuando la motorización se hallaba aún en sus albores, la curiosidad y el clamor suscitado por el empleo competitivo de los vehículos fueron los medios ideales para hacer publicidad no sólo del automóvil, sino de todo aquello que de una manera directa o indirecta estaba unido a él. Además de los beneficios comerciales que una fábrica de automóviles obtenía del acontecimiento o tan sólo de la participación en una carrera, bien pronto se evidenciaron las notables ventajas que en el aspecto turístico podían repercutir sobre la localidad en que se celebrara la carrera.
Precisamente, para valorizar Niza y la Costa Azul se celebró ya en 1898 la París-Niza y por ese mismo motivo tuvo lugar después, en la pequeña ciudad francesa, una semana compuesta a base de carreras y concursos automovilísticos.
La localidad que rivalizaba con Niza en la primacía mundana entre los centros de la Costa Azul era Montecarlo.
Hacia 1910, los agentes turísticos del Principado de Monaco advirtieron que la ciudad rival les había quitado cierto número de habituales, tantos que, especialmente en los meses invernales, los hoteleros se lamentaban ante su inquietante ausencia. Así pues, se pehsó hacer algo para devolver la fama y el poder de reclamo de Montecarlo a nivel de concurrencia. Siguiendo el ejemplo de cuanto se había hecho en Niza el año anterior, se recurrió a la potencia publicitaria del automóvil. La primera idea fue organizar un concurso de elegancia para automóviles, pero bien pronto se dieron cuenta que una manifestación de este género sólo tendría resonancia local.
Dos monegascos, Gabriel Vialon y Anthony Noghés (este último era hijo del presidente del Sport Velocipédique et Automobile, de Monaco) pensaron celebrar el concurso con un reglamento nuevo y original. En efecto, se estableció que los participantes en el acontecimiento deberían desplazarse a Montecarlo por sus propios medios, partiendo de la capital de la nación correspondiente a cada uno. A cuantos participantes llegasen al Principado se les asignaría una puntuación con base a las siguientes valoraciones: 1 punto por cada km/h de promedio realizado; 2 puntos por cada persona transportada; 1 punto por cada centenar de kilómetros recorridos; de O a 10 puntos según el grado de confortabilidad ofrecido a los pasajeros; de 0 a 10 puntos según el estado del chasis a la llegada; de 0 a 10 puntos por la elegancia de la carrocería, y otros tantos por sus condiciones. Para evitar que el acontecimiento se transformase en una carrera de velocidad, se impuso un límite de 25 km/h.
La Société des Bains de Mer financió la iniciativa y en el mes de enero de 1911 se celebró el primer Rally de Montecarlo. El término para denominar la carrera significaba reunión y se escogió para el acontecimiento, ya que éste se parecía en ciertos aspectos a las reuniones cicloturísticas que desde hacía años se celebraban en Europa.
Los participantes en aquella primera edición sólo fueron 20. Partieron de Ginebra, París, Boulogne-sur-Mer, Viena y Bruselas, entre el 21 y el 25 de enero, alcanzando 18 de ellos la línea de meta. Tras un atento examen de los vehículos, de su estado, del número de pasajeros, del promedio registrado y después de una jornada entera de laboriosos cálculos, se proclamó finalmente vencedor a Rougier, quien había salido de París al volante de un coche Turcat-Méry 25 HP.
Un reglamento discutible
Ya desde sus comienzos el Rally de Montecarlo se caracterizó por algunos aspectos negativos que los organizadores no han sabido eliminar del todo. Por ejemplo, la complicada reglamentación para la designación del primer vencedor dio lugar a numerosas protestas, de las cuales la más polémica fue la de un participante alemán quien, saliendo de Berlín (1.700 km), llegó a Montecarlo el primero, pero fue relegado al sexto lugar en virtud de unos discutibles juicios sobre el estado de su vehículo.
Sin embargo, la carrera contaba con el completo beneplácito y había suscitado notable interés en los ambientes automovilísticos de toda Europa.
Al año siguiente (1912) el acontecimiento volvió a repetirse, siendo 88 los inscritos. Entre ellos se encontraba André Nagel que, habiendo partido desde San Petersburgo, llegó el primero a Montecarlo después de haber recorrido, entre incontables peripecias, más de 3.000 km. En aquella edición participó también una mujer, la señorita Cabien, que llevó a buen término la carrera. A estos acontecimientos de indudable resonancia, se unieron otros, como el elevado promedio registrado por varios pilotos y las aventuras tragicómicas vividas por gran parte de los equipos (carreteras heladas, itinerarios completamente equivocados, colisiones entre participantes salidos de ciudades muy lejanas y que se encontraron en un cruce semiescondido, etc.).
Todo esto contribuyó a eliminar las sombras y las dudas que habían afectado la primera edición del Rally, hasta el punto de que entre los participantes apenas llegados a la meta se respiraba una atmósfera de satisfacción y euforia. La mundanidad del ambiente alcanzó cotas inimaginables. Sin embargo, la alegría duró poco: exactamente, como había sucedido el año anterior, la valoración de los resultados se reveló lenta y laboriosa, y cuando finalmente se dieron a conocer las clasificaciones, la mayor parte de los participantes se mostraron insatisfechos, por no decir indignados. Los organizadores fueron tachados de parcialistas, de incompetentes, y el acontecimiento concluyó en una estrepitosa y unánime repulsa.
Después de sólo 2 ediciones, parecía ya que el Rally de Montecarlo había naufragado por los caóticos efectos de su improvisado reglamento. Y en realidad, ni al año siguiente ni en 1914 se disputó la tercera edición de la prueba. Después, las esperanzas de celebrarla se vinieron abajo definitivamente al estallar la primera guerra mundial.
En los años veinte tan sólo algunos aficionados recordaban todavía el Rally de Montecarlo. En cambio, los organizadores tenían muy presente lo que había sido su carrera: en el aspecto deportivo, un fracaso total; pero bajo el publicitario y comercial el éxito había sido completo. Montecarlo continuaba teniendo necesidad de publicidad, sobre todo en la difícil fase de recuperación económica después de la guerra, y el acontecimiento de 10 años atrás, libre de los obstáculos deportivos, aún podía servir para este propósito. Además, a pesar de sus fallos, el Rally había mostrado tener una originalidad innegable y una fórmula competitiva susceptible de notables mejoras.
En 1923, Anthony Noghés, que no se había resignado a abandonar la iniciativa, propuso la constitución de un nuevo comité y para el año siguiente se organizó la tercera edición del Rally. Recordando los errores cometidos en el pasado, los organizadores confeccionaron un reglamento muy preciso y meticuloso, llegándose a establecer para cada vehículo la altura mínima del asiento del conductor al suelo, con el piloto sentado.
Los esfuerzos de Noghés fueron en parte infructuosos, por el escaso número de inscritos en la carrera: únicamente 30 equipos tomaron la salida y, a causa de las excepcionales inclemencias meteorológicas, la prueba se transformó en un deslucido paseo de trámite. Sin embargo, la creación de una carrera suplementaria de regularidad sobre un itinerario dentro del territorio monegasco constituiría la base para las futuras celebraciones de un «posrally» que con el tiempo se convirtió en la parte más interesante del acontecimiento.
Efectivamente, al año siguiente se incluyó una carrera en cuesta, la del Mont des Mules, que, a pesar de ser totalmente aparte de la competición (su clasificación no influía en la puntuación correspondiente al Rally propiamente dicho), representó una prueba esperada por gran parte de los participantes, sobre todo de quienes se habían visto batidos en la clasificación general por adversarios menos rápidos pero más regulares. Posteriormente se incluyeron otras pruebas complementarias, al igual que la ya mencionada carrera en cuesta, al término del largo viaje desde las capitales europeas a Montecarlo.
Por ejemplo, fueron incluidas pruebas de aceleración y frenado, pruebas de precisión sobre cortos recorridos delimitados, pruebas de habilidad y rapidez en cambiar neumáticos y en operaciones de acondicionamiento para invierno (arranque en frío, etc.). En los años treinta se añadió también una prueba de velocidad pura (esta vez puntuable para la clasificación final) que se efectuó en el mismo trazado urbano del Gran Premio de Monaco.
Hasta el estallido de la segunda guerra mundial, la parte fundamental del Rally la constituía aún el itinerario de concentración. En 1911 y 1912, el promedio que debían mantener los participantes era de 25 km/h. En los años veinte fue aumentando gradualmente hasta alcanzar, en las últimas ediciones de los años treinta, 45 km/h. Se trataba de límites moderados, aunque por referirse a los coches y al tráfico de entonces, podían considerarse comprometidos. No hay que olvidar que el Rally de Montecarlo se ha disputado siempre, salvo raras excepciones, en el mes de enero, en una época en que la lluvia, la nieve, el frío y el hielo imperan en gran parte de Europa.
A partir de los años cincuenta, gracias a los progresos técnicos realizados en los automóviles y a las notables mejoras efectuadas en las carreteras europeas más importantes, el itinerario de concentración perdió importancia gradualmente. En efecto, éste se redujo a una prueba formal, mantenida en pie más como homenaje a la tradición y a las funciones publicitarias, que por verdaderas razones técnicas o deportivas. El papel principal del acontecimiento lo ejercían las pruebas del recorrido común, disputadas por los participantes después de su llegada a Montecarlo. La evolución del reglamento transformó tales pruebas de regularidad, habilidad o precisión, en auténticas carreras de velocidad pura, diferentes tan sólo de las competiciones en pista o de las de montaña por el terreno de la prueba (constituido generalmente por carreteras estrechas y tortuosas cubiertas de hielo y nieve).
Pero retrocediendo al período entre las 2 guerras, a los años en que el Rally de Montecarlo adquirió su estructura definitiva debido a una rápida valoración de la nueva fórmula deportiva introducida en él, hay que decir que, después de las estrictas normas establecidas en 1924, al año siguiente éstas fueron todavía más rígidas, hasta rozar los límites del ridículo. Por ejemplo, se estableció que los pasajeros de los coches participantes deberían pesar al menos 60 kg; si no se alcanzaba este peso, era obligatorio lastrarse. Más polémicas y disputas originaron las reglamentaciones introducidas a continuación, concernientes a las modificaciones de los coches, la subdivisión de éstos en categorías y clases de cilindrada y los coeficientes para una valoración diferente de las pruebas previstas para los diversos tipos de automóvil. En suma, cada año, a cada variación del reglamento y con la introducción de todas las nuevas normas, las críticas se multiplicaron. Es necesario reconocer que éstas se vieron frecuentemente justificadas por la escasa preparación técnica de los organizadores y por su incapacidad para actuar de una manera orgánica y objetiva.
Sin embargo, merece resaltarse el hecho de que ya en 1911 los creadores de esta manifestación hubieran inventado algo que fue considerado gradualmente como alternativa importante de las competiciones de velocidad. La aportación técnica dada al progreso del automóvil por el Rally de Montecarlo es innegable: en el sector de los accesorios y de los dispositivos mecánicos para una conducción segura y confortable en condiciones difíciles ha sido probablemente superior a la del resto de las competiciones de velocidad. Basta pensar que los proyectores para niebla, los dispositivos limpiacristales, los sistemas para regular la posición del volante, los neumáticos especiales para rodar sobre nieve, las lámparas de yodo, así como el alternador surgieron o confirmaron su éxito en el mismo Rally de Montecarlo.
Pasando a la segunda posguerra, se encuentran los años en que la competición monegasca alcanzó sus máximas cotas de popularidad. En 1949 se reemprendió la celebración de la prueba, dentro de una atmósfera de optimismo y de renovado estusiasmo. Anthony Noghés y un nuevo comité organizador habían preparado el nuevo lanzamiento de la prueba desde el año anterior, y fueron 203 los equipos participantes. La prueba registró un éxito general, empeñado en parte por la habitual lentitud con que fueron confeccionadas las clasificaciones. El triunfo fue para un Hotchkiss, conducido por el equipo Trévoux-Lesurque, pero el mejor resultado proporcional fue el obtenido por los pequeños Renault 4 CV, de 750 ce, que ocuparon los 3 primeros puestos entre los vehículos hasta 1.100 ce.
El éxito de las voiturettes francesas fue sintomático del predominio que de allí a una decena de años obtendrían las pequeñas cilindradas en las diferentes pruebas del Rally. Un aspecto fundamental de la prueba monegasca, propio de los años de la inmediata posguerra, fue haber permitido a coches diferentes entre sí, en cuanto a cilindrada y potencia, competir en un plano de igualdad. Las pruebas especiales, disputadas de día y de noche, en un total que frecuentemente ha superado 1.000 km, sobre terrenos tortuosos y nevados, demostraron la inutilidad de potencias exageradas y de elevadas velocidades, mientras que destacaron las cualidades de agilidad y manejabilidad de los coches de categoría utilitaria y similares.
El de Renault en 1949 fue, no obstante, únicamente un triunfo de clase. Hasta 1956 la victoria absoluta fue todavía para coches de gran cilindrada, como los Hotchkiss (que ganaron también en 1950), Delahaye, Allard, Ford Zephyr, Lancia B 20, Sunbeam-Talbot y Jaguar. A partir de 1958 fue cuando se inició la serie de éxitos de los pequeños y fue precisamente un Renault el que la inauguró. Se trataba de un Dauphine especial, de 850 ce, que, debido a las condiciones atmosféricas particularmente adversas, pudo equipararse con los Alfa Romeo Giulietta, DKW, Volvo y Sunbeam.
Aquel año tuvo lugar la primera participación directa de las marcas constructoras; en efecto, el Dauphine vencedor era un vehículo oficial. También en 1958 muchos participantes adoptaron por vez primera neumáticos claveteados para rodar por el hielo. Este hecho confirmó ulteriormente la validez técnica de la competición, mientras que la adhesión de las marcas automovilísticas dio la prueba concreta de cuan grandes serían desde entonces la popularidad y la resonancia publicitaria de la carrera.
Los coches grandes volvieron a la cúspide en las 2 ediciones siguientes, las de 1959 y 1960. En la primera ganó un Citroen DS 19, presentado oficialmente por la empresa, mientras que en la segunda se registró el dominio de los nuevos Mercedes 220 SE, que conquistaron los lugares absolutos primero, segundo, tercero y quinto, siendo asimismo vehículos oficiales.
Las victorias de 2 grandes berlinas (Citroen y Mercedes) parecían desmentir la teoría que daba como favoritos a los coches de cilindrada pequeña. Hay que precisar también que un automóvil como el Citroen DS no podía catalogarse precisamente de rápido, ya que la potencia de su motor no era desde luego excesiva. Sin embargo, el coche poseía una estabilidad excepcional, que sobre el hielo y la nieve fue bastante más importante que la potencia.
En cambio, la victoria de los Mercedes fue lograda gracias a la potencia de sus motores. Pero, en este caso, cabe hacer una observación; el éxito de estas berlinas se vio favorecido por las condiciones atmosféricas en que se desarrolló la prueba. En efecto, las carreteras, secas en su mayor parte, permitieron a los coches alemanes desarrollar al máximo su potencia.
El alternativo dominio de cilindradas y propulsiones
De 1961 a 1967 tomaron de nuevo la iniciativa las cilindradas pequeñas. En 1961 ganó un Panhard de sólo 850 ce, y por 2 años consecutivos la victoria correspondió a los coches suecos Saab, con motor de 2 tiempos de análoga cilindrada. Sin embargo, el triunfo de estos últimos se vio favorecido por el reglamento de la prueba, concebido de una manera que beneficiaba al máximo a los coches más pequeños.
En 1964, después de las 2 victorias de Saab, se inició el monopolio de los Mini Minor, que durante 4 años se mostraron imbatibles. El dominio de los pequeños coches británicos fue absoluto no por ventajas del reglamento, sino debido a unas prestaciones superiores. Precisamente, el propio reglamento perjudicó a los Mini, como en 1966, cuando los privó de una victoria ya conquistada, debido a la estricta aplicación de las normas concernientes a los dispositivos de iluminación (los coches británicos llevaban proyectores de yodo de un tipo no permitido).
En 1968, los Porsche rompieron la hegemonía de los Mini. Potentes, rápidos y de concepción opuesta a la del utilitario británico, los coches alemanes ganaron en Montecarlo por 3 años consecutivos. Lo que sorprendió fue la facilidad con que los coches de Stuttgart lograron dominar tanto en las pruebas con piso nevado como en las de firme seco. Se pensaba que su gran potencia constituiría una dificultad en condiciones de escasa adherencia y, en cambio, primero Elford y después Waldegaard, demostraron lo contrario.
En 1971, después de los Porsche, les llegó el turno a los Alpine, que al igual que los coches alemanes eran de motor y tracción traseros.
En 1972, el Lancia Fulvia ganador de Sandro Munari volvió a demostrar la validez de los coches con todo delante, pero la victoria del coche italiano resultó favorecida por el desastre casi total de los Alpine oficiales, que fueron excluidos de la prueba por una serie de problemas.
Las berlinetas francesas se recuperaron en 1973, cuando, dominando a todos los demás participantes, conquistaron los 3 primeros puestos de la clasificación general. Sin embargo, después de la supresión de la prueba en 1974, a causa de la crisis del petróleo, Lancia con el Stratos de motor central trasero (propulsión trasera) recuperó el triunfo en las 2 ediciones siguientes por medio de su piloto Munari. Además, en la de 1976, Waldegaard y Darniche, con coches del mismo modelo, ocuparon los lugares segundo y tercero.
Es interesante destacar que los coches que triunfaron a partir de 1960 han sido o de tracción delantera o de motor y propulsión traseros. El último coche de concepción clásica (motor delantero y propulsión trasera) que logró imponerse fue el Mercedes 220 SE.
Una última consideración va dirigida a los pilotos destacados en Montecarlo en las ediciones de la posguerra. La victoria fue obtenida generalmente por nombres poco conocidos en el campo de la velocidad: únicamente Louis Chiron logró vencer, en 1954, mientras que pilotos célebres como Trintignant, Moss y Graham Hill se vieron siempre superados por conductores especializados casi exclusivamente en la conducción de vehículos de turismo.
Tal especialización se reveló de modo muy evidente a partir de 1962, primero con el sueco Carlsson, después con el británico Hopkirk, los finlandeses Makinen, Toivonen y A alionen y después de nuevo con los suecos Waldegaard y Andersson: pilotos nórdicos, habituados a correr sobre nieve y hielo, auténticos equilibristas y maestros en un tipo de conducción que ha creado escuela entre los especialistas en rallies de la Europa continental. Así, los franceses Larrousse y Andruet, y el italiano Munari (vencedor de 3 ediciones), que han logrado romper el monopolio de los pilotos escandinavos, pueden definirse como sus discípulos. De hecho, se trata de discípulos modelo, que después de haber aprendido los secretos de una técnica particular, la han pulido e integrado con las cualidades de los especialistas continentales, del mismo modo que lo habían hecho los británicos Paddy Hopkirk y Vic Elford, vencedores de las ediciones de 1964 y 1968, respectivamente.
Como queda dicho al principio, el Rally de Montecarlo fue creado con ideas publicitarias. En todas las ediciones disputadas, la publicidad ha continuado siendo el ingrediente indispensable para el éxito de la prueba. Si en un principio ésta tenía por objetivo aumentar el prestigio mundano de una localidad turística, después la prueba se transformó en un acontecimiento comercial, concerniente casi exclusivamente al automovilismo y sus anexos.
Sobre todo, a partir de los años sesenta, es decir después de la adhesión oficial de las marcas, fue cuando el espíritu del Rally de Montecarlo se disfrazó: la prueba perdió gradualmente la imagen de competición aventurera, abierta a todos aquellos que dispusieran de un automóvil, coraje, afición y, naturalmente, de dinero para los gastos del viaje. Se convirtió en una competición para pilotos profesionales y vehículos costosos, preparados específicamente (por no decir proyectados directamente) para este tipo de competición. De este modo, para los participantes privados, las posibilidades de éxito son casi nulas.
El despliegue de medios financieros y técnicos llevados a cabo en algunas ediciones por varios equipos oficiales ha alcanzado frecuentemente proporciones enormes, superiores, por ejemplo, a las de una carrera de Fórmula 1. Aparte de los numerosos «coches espías», encargados de realizar continuos reconocimientos del recorrido de las pruebas especiales, algunos equipos han hecho uso directamente de helicópteros para transmitir con la máxima rapidez las informaciones relativas a las condiciones del asfalto. Por no hablar de la infinita gama de neumáticos puestos a disposición de cada coche: en algunos casos se han llegado a contabilizar hasta 600-800 ruedas para un solo equipo.
Se trata de aspectos que tienen muy poco de deportivo y que traicionan el concepto de competición.
Por otra parte, si se acepta considerar el rally no tanto como una competición entre hombres y entre coches únicamente, sino más bien como una confrontación entre potentes organizaciones industriales, entonces puede justificarse el empleo de los «coches espías», de los helicópteros y de los 800 neumáticos. Las dificultades propias de las pruebas especiales son enormes e imprevisibles, y, efectivamente, una organización perfecta y cerebral puede valer una victoria. Hay que pensar en aquellas que deben afrontar los participantes una vez llegados a Montecarlo: en el curso de un día y una noche han de cubrir primero el famoso Recorrido Común, con una longitud de 1.500 km (que pasa por localidades como St. Auban, St. Apollinaire, La Madeleine, Lagues Goudoulet, Bouzet y Levens), con una serie de tramos cronometrados que deberán cumplir uno tras otro a un ritmo extenuante. Después, durante otra noche, los participantes que permanecen en carrera, deberán enfrentarse con un segundo sector definitivo, Recorrido Complementario, de unos 600 km; este sector también comprende numerosas pruebas cronometradas y se desarrolla a través de las famosas cuestas del Mont Ventoux, Col de Turini, Col de la Couillole, etc.
La victoria, inútil es decirlo, corresponderá al equipo que logre rodar más rápido. Para ello se precisan, ante todo, pilotos muy expertos y capaces de superar la fatiga, así como una organización técnica de carácter excepcional.
De este modo, por un lado está el particular aspecto comercial de la prueba, sin duda negativo para el deporte, pero, por otro, ese aspecto ha permitido la supervivencia de la misma, el progresivo aumento de su popularidad y el alcance de excepcionales resultados técnicos, cuyo benéfico efecto repercute inevitablemente en todo el sector automovilístico.